A
veces parece que la vida se detiene, pero no es cierto. Somos
nosotros que descansamos al borde, en la ribera del río para
contemplar cómo discurre el cauce.
Podemos
nadar y guardar la ropa, con la esperanza de que siga allí a nuestro
regreso.
O
también podemos zambullirnos en el agua y mojarnos hasta los
tuétanos.
Recuerdo
tu cara triste los domingos por la mañana, cuando nos obligaban a
levantarnos muy temprano para la misa de 11. Las mujeres con el velo
cubriendo parte del rostro, los hombres cabizbajos, los niños
jugando a ponerse serios, las manos por delante del cuerpo, bien
aseados y repeinados. En aquellos días de invierno, en los que la
lluvia repiqueteaba en las ventanas, convirtiendo las tardes de
invierno en una noche interminable, te recuerdo aún niña, pidiendo
a la abuela que contara una de sus historias. Ella siempre tenía
algo que contar, y te sentías segura envuelta en el manto de sus
palabras. La abuela había tenido una vida muy intensa, siendo aún
casi una adolescente su padre la había casado por poderes con el
hijo de un acaudalado hombre de negocios emigrado a Argentina en los
años 40. Al parecer este señor que era pariente lejano, quería
casar a su hijo con una española de buena familia. Mi abuela recién
casada por poderes y con apenas 20 años se embarcó para la
argentina un 20 de septiembre, que según me contaba, fue un día
gris y plomizo de finales del verano.
Cuando
llegó a Buenos aires la esperaban allí su nuevo marido, al que aún
no conocía y el padre de este. El matrimonio duró sólo un año y
ni siquiera llegó a consumarse.
Mi
abuela regresó a España tan entera como había partido. Pasados
unos años y superada la vergüenza volvió a casarse ya que la
primera boda quedó anulada.
De
este segundo matrimonio nació mi madre, su única hija. De su
aventura de juventud recordaba el barco con todo lujo de detalles.
El sopor que se vivía en los camarotes cuando arreciaba el temporal
y el barco que parecía un pelele zarandeado por las manos de un
gigante, lo asustada que se sentía por todo lo desconocido y lo
ajena a su propia vida en esos momentos .
Mientras
contaba sus historias ,mi abuela, solía decirme lo importante que es
aprender a vivir,” hay que aprender a vivir” decía y fijaba en
mí sus pequeños ojillos negros como la noche y para eso tienes que
saber escuchar y escucharte. Y detenerte para tomar aliento,
sosegarte para que no se convierta todo en un tropel incontrolable.
No importa si la marcha de tu vida se detiene como el viaje por unos
días, unos minutos, unas horas…no importa si vuelves a él con
renovada fuerza. Siempre podemos elegir, cada acto cotidiano es una
elección y nadie como nosotros es tan responsable de nuestras
acciones.
Sus
palabras vuelven a mí como una música pegadiza que se adhiere a
nuestro recuerdo y tarareas cuando menos te lo esperas. Y ligada a
ese recuerdo sigue estando la imagen de mi propia tristeza esas
mañanas de domingo en las que nos obligaban a levantarnos muy
temprano para asistir puntualmente, bien aseados y desayunados a la
misa de 11 del Domingo.
B.R.J
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